LA DESVASTACIÓN DE LOS AGROTÓXICOS: A ONCE AÑOS DE LA MUERTE DE UN NIÑO DE CUATROS AÑOS 


Once años después de la muerte de José Kily Rivero, el caso irá finalmente a juicio entre 1 y el 8 de junio. Los hijos de Eugenia eran niños de una zona afectada por la agroindustria. Kily y Antonella son víctimas de un brutal sistema de producción que destruye vidas por dinero.

El 12 de mayo de 2012 José Carlos “Kily” Rivero se caía de la vida como una hojita. Tenía el cuerpo lleno de agrotóxicos organofosforados, igual que las plantas de tomates a 20 metros de su cotidianidad, igual que los animales que se murieron antes. En abril de 2021 murió Antonella, estragada por un cáncer a los 16. Eugenia, madre de los dos, anduvo preguntando si el cáncer de Anto tenía el mismo origen que la falla hepática de Kily. Nadie se lo negó. Hoy, después de una suspensión vergonzosa en abril, el juicio contra el dueño de la chacra sembrada de tomates a 20 metros de la vida pertinaz tiene nueva fecha: tres audiencias en junio.

A once años de aquella muertecita, de aquella vida brevísima que apagaron los venenos, a Eugenia Sánchez le quedan dos de los cuatro hijos que tuvo. Ella siente que los dos murieron envenenados. Pero de Anto no tiene evidencias médicas.

Los hijos de Eugenia son hijos de la zona de sacrificio marcada por el agronegocio. Kily y Antonella son víctimas de un sistema productivo brutal que arrasa la vida con la topadora de la rentabilidad.

El 7 de abril “Kily cumplió 15 años”, dice Eugenia en ese tiempo verbal que sostiene la continuidad de la vida. ¿Y cómo sería? “Greñudo como era él, alto, flaco y muy dulce, porque era un niño muy dulce”, lo imagina.

El 1, el 6 y el 8 de junio Oscar Antonio Candussi responderá ante la justicia por la muerte de Kily. Es el productor dueño de la tomatera que transformó en una nube de veneno perpetua a la vida de la familia de Eugenia, David y sus cuatro hijos. Después de once años, ella toma aire antes de responder. Está cansada y se le ha deshilachado un tanto la esperanza. “Ojalá que se haga justicia. Porque cuando es la muerte de un niño, sobre todo, tendrían que haber actuado inmediatamente, porque no murió un animalito. Es un niño y necesita justicia. Si es ahora en buena hora porque él va a poder descansar en paz”.

Kily no fue al jardín porque “acá no había jardín de 4”, dice Eugenia. Ellos viven en Puerto Viejo y viven de la parquización y los jardines que hace David. En Lavalle “en el pueblo, nos tocó estar a 20 metros de las tomateras”. Cuando empezaron a morir los animales y Kily comenzó con sangrado de nariz decidieron irse de ese lugar. “Los animales se nos morían porque el vecino fumigaba todos los fines de semana pero nunca pensamos que era envenenamiento, pensamos que al ser tan fuerte el remedio mató a los animales. Cuando los analizaron, dio que tenían organofosforados. No sé qué remedio es, pero tiene ese componente”. Un remedio para las plantas, les mienten a la buena gente. Un remedio que no remedia nada, sino que enferma y mata.

Kily, Nico, Anto

En el Hospital Juan Pablo II de Corrientes “le hicieron (a Kily) un análisis de orina que dio como resultado que tenía organofosforados. Y por eso estaba teniendo su falla hepática” relata Eugenia a APe. Su pequeño hijo pudo tener una muerte con diagnóstico preciso, a pesar de que la medicina argentina desdeña contar con laboratorios especiales para detectar las razones de ciertas patologías y su conexión con los agroquímicos. Pero fue posible porque un año antes había muerto, también en Lavalle, Nicolás Arévalo. A los mismos cuatro años que Kily Rivero, pero con el cuerpo plagado de endosulfán.

Vinieron a hablar conmigo unas personas de Corrientes capital para preguntarme de qué zona éramos y cuando les dijimos de Lavalle, inmediatamente recordaron el caso de Nicolás el año anterior. Sospecho que por eso hicieron esas pruebas”, vislumbra Eugenia. Y recuerda que “el año que Nico se había enfermado y que su tía organizaba ventas a beneficio, nosotros como tenemos un vivero, habíamos puesto unas plantas para vender a beneficio de ellos”.

Claro que no pensó en que la tragedia podía enviar deriva hacia sus puertas. “Siempre digo yo, nosotros ayudamos sin interés de nada y al año siguiente nos tocó también…

Hoy la empatía de Eugenia se extiende hacia “la cantidad de niños con asma, con cáncer, con deformaciones, madres que hacen abortos espontáneos y los niños tienen padres que trabajan en las tomateras”. Hasta un merendero había puesto en marcha, pero la enfermedad de Antonella le provocó una caída de la que no ha podido levantarse. Mientras tanto, “algunas tomateras fueron a la quiebra por una cuestión económica. Pero se sigue fumigando, ahora con una perfumina para que cambie el olor”.

Pudieron salir del corazón del veneno, de los 20 metros de las tomateras pero ahora “vivimos a dos cuadras del monasterio; tenemos una florería nueva a la que le tiran matayuyo alrededor, porque me consta, cuando llevo a los chicos al colegio se ve”. Además “tenemos otra tomatera acá a 500 metros y fumigan porque el olor se hizo natural y una ya no lo identifica. Hay otra tomatera separada de un tejido de la escuela de Puerto Viejo”, donde ellos viven ahora.

Miedo y sacrificio

Es decir, siguen sobreviviendo en las zonas de sacrificio que marcó la agroindustria, con demasiada gente adentro. Con demasiada vida en su interior. “La gente no va a hablar porque tienen miedo, porque la mayoría trabajan en las tomateras”, asegura Eugenia, con la experiencia en su propia piel. Kily pasó por la salita de Lavalle, el hospital de Goya, el Juan Pablo II de Corrientes capital y el avión sanitario que lo llevó al Garrahan. Donde finalmente murió. Con los cuidados paliativos de la enorme enfermera Mercedes Méndez, una luchadora contra la crueldad del sistema a la que Kily y Nico, con su sufrimiento, le abrieron los ojos y el alma.

Su hijo chiquito, el más dulce, como Eugenia lo define, “no era tanto de jugar, a él le gustaba ir de pesca con su papá y le gustaba escuchar música. Sobre todo una canción que se llama “Borracho hasta el amanecer” y un chamamé que era “Dame mi ropa y me voy”.

También “le gustaba mucho escuchar cuentos. A mí me hacía cantarle canciones que me cantaba mi madre cuando era pequeña y a él le gustaba escucharlas. Después, quería que el papá le contara cuentos, porque como mi marido trabajaba todo el día, de noche era cuando llegaba y él lo esperaba para que le contara los cuentos el papá. Pero no eran cuentos como Caperucita, eran cuentos que el papá inventaba y a él le encantaban”.

Para Antonella “fue muy doloroso” lo de su hermanito. “Ella era como su segunda madre. Cuando yo trabajaba en el vivero ella era la que lo cuidaba. No fui yo sola quien perdió a su hijo. Ella también. Era mi ayudanta, era la que estaba en todo, era la que cuidaba a su hermano”.

Anto murió en abril de 2021, diez años después que Kily. Luego de un proceso terrible de su enfermedad. Previsiblemente por la vinculación con los venenos que se aplicaban todas las semanas. Y llovían sobre sus cabezas, sobre las ropas, los animales, los niños. “Yo le había consultado a la oncóloga de Corrientes capital si había posibilidades de que su cáncer se hubiera formado por los mismos químicos y me dijo ‘mirá mami, no lo vamos a descartar’”. Ni asegurar tampoco, por los intereses que juegan su poderío sobre el miedo y la salud de los más frágiles.

Yo diría que es por los mismos químicos porque no puede ser que Lavalle tenga tanto porcentaje de enfermedades como el cáncer, que mata a gente de todas las edades. Si Lavalle es parecido a otros pueblos donde no muere tanta gente como acá”, dice Eugenia. Con dos hijos sacrificados por el sistema ya no le teme a nada.

Durante el juicio se verá cara a cara con Oscar Candussi, el dueño de la tomatera. “El que aplicaba era el hijo”, aclara. “Sólo espero que el señor sepa reconocer la macana que se mandó. Que mi hijo pueda descansar en paz”. Pero fundamentalmente “para que el pueblo vea que sus muertes no fueron en vano, que se hizo justicia y que se va a seguir luchando por el resto de los niños. Vamos a decir la verdad, por más que lo metan preso al señor, mi hijo no vuelve pero necesitamos justicia para él. Que sea juzgado por la sociedad, por los seres humanos. Con Dios ya va a llegar su momento”.

La vecindad, el pueblo donde los niños crecieron, no los acompañó mucho. “La verdad, muy pocos estuvieron. Por el miedo, porque muchos trabajan en las tomateras”. Antonella y el más chiquito sufrieron largamente las consecuencias de aquella muerte. “El vivía siempre con la psicóloga de la escuela, vivía peleando. Le hablaban del hermano y se peleaba. A Anto la tuve que cambiar de escuela porque le hacían bullyng. Se burlaban por la muerte de su hermano. Ella se enojaba y empezaban los problemas. Era la ignorancia enorme que tenían. Pensaban que nosotros queríamos plata. Qué ignorantes…

El 1, el 6 y el 8 de junio serán una pantalla impiadosa que volverá a proyectar la tragedia. La muerte de otro niño, habitada por un sistema que envenena para producir alimentos. Que desprecia la vida. Que sorprende a los niños como Kily, Nicolás, Celeste o Antonella chapoteando en un charco de agua mala, plagada de venenos. O jugando debajo de las derivas que un viento inocente les planta en la cara. Habrá condena quizás para un productor. O no.

Pero hay otra condena que no habrá. La de los envenenadores seriales y sistémicos. Los que inoculan la esperanza con semillas modificadas genéticamente y venenos que maten todo su alrededor. Las instituciones cómplices. Y un sistema sostenido por el lucro y la rentabilidad sentados sobre la pobreza y el sufrimiento ambiental de los pueblos.

FUENTE: Silvana Melo, Pelota de Trapo

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