Foto Daniel Ayala
Por Josefina Garzillo*
“Señor Presidente: nos dirigimos a usted, para decirle que el pueblo de La Quiaca está en agonía, condenados a una muerte lenta (…)
Nos negamos a desaparecer como personas y a ser los más indigentes entre los pobres, no nos callarán porque lo que pedimos es dignidad, este grito de silencio será escuchado y cuando quieran callarnos no podrán, porque hasta las piedras gritarán”.
Corría el año 2003 y el cura misionero Jesús Olmedo escribía esas palabras al entonces jefe de Estado Néstor Kirchner, como antes había hecho con otros dirigentes.
Olmedo es una voz fuerte de su pueblo desde que regresó al país en el ´91, luego de haberse exiliado durante la última dictadura militar. “La desocupación estaba haciendo estragos y la gente se estaba muriendo de hambre”, recuerda el panorama a su vuelta.
Decidido a no quedarse de brazos cruzados fundó la Comisión de Desocupados, con la que encabezaría los primeros cortes de ruta por pan y trabajo. Evocando parte de las reivindicaciones encarnadas por el Malón de la Paz que peregrinó por sus tierras en 1946 (La Pulseada 74), la Comisión organizó marchas hasta Jujuy y Capital Federal, cortando rutas provinciales e incluso el paso fronterizo.
A principios de los ’90 instalaron una carpa verde con un doble objetivo: reclamar puestos de trabajo y pronunciarse en contra del pago de la deuda externa. La manifestación se mantuvo durante un año, sostenida por muchas familias decididas a vivir ahí hasta que alguien las oyera. Sin embargo, la crucifixión de trabajadores fue el reclamo más efectivo que llevaron adelante. “Había que generar algo en los otros, mostrar hasta que duela”, recuerda Olmedo. Montaron cruces por toda la ciudad y 50 desempleados se crucificaron con las familias a sus pies.
La Quiaca
“Una vez que atrajimos a la prensa nacional e internacional y nuestra realidad comenzó a ser difundida, nos empezaron a tener un poco más en cuenta. Antes de todo esto la ciudad no se conocía, muchos hasta decían que era parte de Bolivia”. Jesús rememora aquellos episodios mientras camina por la vereda de la parroquia; el viento constante arrastra la aridez de la puna hasta nuestros pies. Ya en los primeros días de marzo el frío se mete en los huesos, “el clima es difícil, el aire es crudo hasta en verano”.
La Quiaca es para muchos un lugar de paso, sólo para los que están cercados de un lado y del otro por la frontera con Villazón, ese lugar representa el suyo; hostil, pero suyo. Considerada una de las ciudades más importantes de su provincia, pertenece al Departamento de Yavi que alberga apenas a 18 mil habitantes -el 0,04% del país-, pero sus valores de desempleo y desnutrición infantil afectan al 50%. Y la mitad de la población está desempleada. En suelo quiaqueño, la palabra industria resuena como el deseo postergado de familias enteras que se vuelcan al trabajo informal para sobrevivir.
En la Provincia de Jujuy, el ferrocarril pasó por última vez en 1994. Todas las estaciones quedaron abandonadas y cientos de familias, sin sustento. Hoy las antiguas construcciones fueron reconfiguradas en mercados de frutos y otros alimentos, lo que provee de una fuente de ingresos a más de un centenar de personas.
“No sólo nos enfrentamos al desafío de autogestionar puestos de empleo, que la gente tenga para comer, sino el ir tratando de desterrar la discriminación. Fueron y siguen siendo muchos años de olvido y opresión, por eso el silencio de la gente, la introversión y el temor a lo extraño, a lo ajeno”, dice Olmedo, que casi nunca usa el hábito. Su ritmo hiperkinético tiene mucho más que ver con el equipo de gimnasia y la boina a cuadros que lleva puestos mientras recorre la parroquia con La Pulseada. Allí va presentando a los distintos integrantes de la Comisión que están trabajando en las aulas cercanas a la iglesia, que “se encargan de coordinar talleres de capacitación”. Además de estas tareas el grupo mantiene un pequeño local de artesanías donde se ofrece información turística.
Olmedo advierte que la estigmatización racial sigue muy arraigada en ciertos ámbitos eclesiáticos. Recuerda que más de una vez debió cruzarse con religiosos que se horrorizaban al ver a su padrecito rodeado de kollas. “En una oportunidad yendo a Tucumán me crucé con una mujer, se decía muy creyente ella; cuando se acercó y me saludó, me preguntó: ‘¿A dónde va padre con esos chicos?’. ‘A Tucumán, para que ellos conozcan su tierra’, le dije y le salió del alma: ‘no vaya con esos kollas que nos van a dejar mal parados’”.
Los ’70
La obra de Olmedo se remonta a cuatro décadas atrás, cuando en 1971 pisó por primera vez el país. Eligió La Quiaca como destino y educado bajo la línea claretiana, hizo carne la causa de pregonar por los más oprimidos. “Esta es una zona históricamente marginada por el Estado e incluso por la iglesia: cuando yo vine sólo había tres sacerdotes en toda la Prelatura de Humahuaca. Los primeros años fueron de puro conocimiento para mí, ya que desconocía por completo la zona. Todo este universo cultural me llamaba la atención y más aún el hecho de que se escondían de mí cuando celebraban sus costumbres, como si eso estuviera mal o fuera vergonzoso, hasta que comencé a acercarme a sus tradiciones y a ejercitarlas con ellos, como por ejemplo con el bello tributo a la Pachamama. ¡Tanto que se habla ahora de los ecologistas, pero si estas personas son ecologistas de siempre!”. En toda la Prelatura se extiende esta forma de entender y pregonar la religión, signada por el respeto hacia la cultura y las tradiciones originarias, como es el caso de Humahuaca en tiempos de Carnaval. El día del desentierro del diablo, que simboliza la liberación del pueblo, las comparsas se acercan a la iglesia y sus banderas y el festejo reciben una bendición.
Los primeros tiempos de Olmedo en suelo norteño coincidieron con el recrudecimiento de la represión militar y con ella, su necesidad por denunciar los atropellos a la comunidad. Recuerda que los primeros reclamos fueron por “el tremendo abuso que los militares cometían con las personas que atravesaban la frontera”. A eso siguió la denuncia de la represión a la huelga minera conocida como el “Aguilarazo” de 1973, donde un trabajador fue asesinado y otro desaparecido.
En esa ocasión y pese a las intimaciones recibidas, proyectó unos videos sobre estos hechos en un curso que estaba dictando en Tilcara. Lo delató la sobrina de uno de los jefes de la mina, que se encontraba en la sala, y la Federal apareció con tres vehículos militares. El episodio marcó el fin de su vida en Argentina.
La obra que camina
Con más de 27 años ininterrumpidos de trabajo, los integrantes de la Comisión están orgullosos de que muchas banderas por las que tanto lucharon hoy sean una realidad.
Detrás de la iglesia, donde en el año 2000 montaron la carpa verde contra la deuda externa, se construyó una guardería gracias a fondos obtenidos por entidades de España y a las donaciones que una familia otorgó luego de recibir una indemnización por sus hijas, secuestradas y desaparecidas por la dictadura del ’76. Ese espacio alberga a los hijos de desocupados que colaboran con los proyectos en curso.
También se levantaron barrios para las familias más necesitadas, un comedor escolar y una panadería comunitaria que hoy produce el pan para más de 50 hogares. Semanalmente las familias que más lo necesitan se inscriben en la lista del emprendimiento y reciben la vianda para todos sus hijos. Unas cinco personas, beneficiarias de un plan social, se encargan bien temprano de elaborar el pan y cuando esa tarea termina, la misma habitación se transforma en el comedor, donde otros cinco voluntarios cocinan para los casi 150 chicos que asisten de lunes a viernes.
Los fondos son también utilizados para el mantenimiento de un plan de mujeres tejedoras y la ampliación del plan de hogares.
Esteban Cruz, integrante de la Comisión desde su nacimiento, recuerda cómo fue su acercamiento a las iniciativas de Olmedo: “Para ir a la primera marcha a Buenos Aires a pedir trabajo me escapé de mi casa. Antes de sumarme le dije ‘no soy católico, yo tengo mis creencias’ y lo aceptó sin problemas; por eso la gente lo quiere, ayuda sin pedir nada a cambio. Cuando se terminaron de construir las casas, las entregaba a las familias más necesitadas sin preguntarles si creían o no en dios, eso no es lo importante para él”.
María, la presidenta del grupo, es una de las personas que se dedica a distribuir los planes sociales y a emplear temporalmente a quienes los reciben en distintas tareas comunitarias. “Todos los subsidios que conseguimos son gracias a Jesús y a su hermano Pedro, que es el obispo de Humahuaca y la concreción de las obras no hubiera sido posible sin la entrega de la Comisión, que surgió entre 20 jóvenes cercanos a la parroquia y se fortaleció con los años”.
“Muchas veces han resonado quejas desde la institución, pedían que me saquen”. Jesús sonríe sentado a los pies de la parroquia y desestima a esas voces, mientras hace un ademán satírico al cielo cuando se le nombran a los bloques más retrógrados de la Iglesia. “Son muchas las visiones que se pueden interpretar de un mismo evangelio, yo las respeto, pero a mi entender está clarito que Jesucristo tuvo sus opciones muy marcadas. En los tiempos en que vivió en Palestina se abocó a trabajar por los más marginados, las mujeres, los enfermos y los niños, enfrentándose a todos los poderes, el económico, el político y el militar”.
* Esta crónica forma parte del trabajo Norte Profundo, un registro periodístico de Tucumán, Salta y Jujuy, realizado con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
El trabajo hormiga
A las 9 de la mañana se levantan las barreras del Puente Internacional. En La Quiaca y Villazón, de un lado y el otro, cientos esperan que eso suceda. Sólo hasta las 12 permanecen abiertas. En ese lapso de tres horas, los trabajadores hormiga harán carreras incansables para acarrear la mayor cantidad de cajas con alimentos hacia suelo boliviano. Por cada traslado obtendrán entre $0.50 y $2, mientras Gendarmería vigila los tiempos de esa frontera que representa la única fuente de ingreso de muchos.
Hombres y mujeres quiebran hacia adelante sus columnas para cargar hasta 3 cajas en un sólo tramo. El puente, una calle angosta de poco más de un metro de ancho alambrada de ambos lados, llega a tener hasta 3 hileras de almas que van y vienen. Un chiquito zigzaguea a los más lentos para depositar los kilos de harina que le entregaron del otro lado, mientras varias mujeres despliegan sus gastadas telas de aguayo para amarrarse el peso a la espalda. Son sólo tres horas y se corre incansablemente en una procesión desesperada.
“Una mañana hice 20 viajes… Creí que me moría. Junté 50 pesos y no me alcanzó para quitarme las dos cosas: el hambre y el dolor de los días que vinieron”. Olga ahora mira el tránsito frenético desde el otro lado del alambrado, no quita la vista casi en ningún momento: “a la gente no le gusta que la miren; yo estuve del otro lado; nada más lejano del placer. No entiendo y sí por qué tantos lo hacen. Cuando quisieron cambiar la forma de traslado, poner carros, todos se opusieron, interponiéndose en el camino”.
Años atrás la tarea de los cargueros era mucho más riesgosa. Luego de los acuerdos firmados entre ambos países se permitió el traslado libre de alimentos de primera necesidad a Bolivia. Un hecho se mantiene: el quiaqueño que traiga productos a suelo argentino sigue siendo acusado de contrabandista. “Nosotros no podemos traer nuestros alimentos de allá; si lo intentamos los gendarmes nos quitan todo. Hoy estamos sin trabajo, recibiendo un plan social de $150 e inevitablemente tenemos que adquirir nuestra comida en otro lado. Tenemos que pilotearlo, como decimos acá, correr mucho más que los que están sobre el Puente Internacional para lograr pasar algo”, argumenta Esteban desde la Comisión de Desocupados que reclama que se corrija la situación.
A unos metros, al costado del Puente, se abre la amplia calle que divide Argentina de Bolivia, que es el pasaje utilizado por todos los que no trasladen provisiones. Si es por unas horas los turistas pasan sin siquiera mostrar un DNI; del lado boliviano hay largas colas para iniciar los trámites de migraciones y poder pasar a otro país.
“Los planes sociales no son efectivos”
Muchas de las personas que no se abocan al trabajo hormiga en la frontera o en el mercado central, se ven obligados a convertirse en obreros golondrina en los meses de zafra o el cultivo y la cosecha de tabaco. Eso provoca altas cifras de madres solas que carecen de una fuente de ingreso para mantener al núcleo familiar. Desde la Comisión de Desocupados, María declara que muchas veces los planes no se aplican de acuerdo a las necesidades reales del lugar ya que ” las mujeres quedan desamparadas cuando el hombre se va por meses a trabajar a los campos, ni siquiera reciben la asignación universal, ya que el poder lo tiene el varón. El año pasado tuvimos muchos casos en los que necesitamos traspasarle ese poder a la mamá a través de abogados” y agrega que los nuevos planes “tampoco son efectivos” dado que no le demandan a la persona una contraprestación en ningún lado, le inhabilitan el acceso a los planes anteriores y si consiguen un trabajo lo pierden. “Ahora cobrás por cada hijo, y la realidad es que con $144 no alcanza. La mamá tiene que quedarse en casa y comer también con lo que recibe por ese chico”.
En sincronía con María, Esteban considera que estas implementaciones debilitaron la fuerza social de los distintos movimientos porque “alejaron a muchas personas que hoy se quedan en sus casas”.