Por Carlos Del Frade
Fuente: Agencia Pelota de Trapo (APe)
-Los pañuelitos están manchado con leche, señor…
-¿Por qué?
-Porque los llevo junto a la meme acá dentro de la bolsa…
Es tan chiquita la vendedora de pañuelitos de papel que apenas puede asomarse por el techo de la mesa.
Tiene una sonrisa hermosa que aflora cuando el feligrés le ofrece unos pesos por esos pañuelitos manchados por la leche de su mamadera, esa que toma de vez en cuando, en los intervalos de sus recorridas entre las mesas de los bares de la ex ciudad obrera de Rosario, en un bulevar que desemboca en el río que hace rato ya no tiene ni siquiera la cantidad de agua de hace décadas.
Ya no hay estadísticas que hablen de chiquitas y chiquitos que trabajan en las calles de la ciudad atravesada por violencias urbanas cada vez más feroces.
Pero allí están ellas.
Con esa ternura invencible.
Esa marca tan de las pibas y los pibes que son capaces de dejar huellas como la leche de las mamaderas que todavía toman mientras intentan hacerse unos mangos, muy cerca de esas barrancas por las que se van millones y millones de dólares. Dólares que no tienen la marca de la ternura de la leche derramada por la mamadera de una nena que es tan chiquita que la sigue tomando mientras mal vende pañuelitos de papel.
¿Cuántas nenas serán las vendedoras en una ciudad como Rosario y en un país que prometió, juró y creyó que era la geografía donde las pibas y los pibes serían, eternamente, los únicos privilegiados?.
En este año 2022, a cien años de la creación de YPF y el regreso al control del Fondo Monetario Internacional cada tres meses, las chiquitas y los chiquitos deben esperar algo más que la ternura de una mamadera en sus vidas cotidianas.
Mientras tanto, en ese punto del mapa donde se mueve nuestra protagonista con su hermosa sonrisa invicta, muchachos menores de treinta años intentan hacerse ver ante el gobierno provincial.
Son las mujeres y los hombres que trabajan de manera precaria para la llamada Dirección Provincial de Niñas, Niños y Adolescentes. No llegan a cobrar más de 40 mil pesos mensuales y el valor de su hora de trabajo es de solamente 169 pesos.
Son las trabajadoras y los trabajadores que cuidan a las niñas y los niños más vulnerables y vulnerados de la sociedad, los institucionalizados que vagan de refugio en refugio, de programa en programa, intentando empatarle al verbo vivir y cuando no pueden, según refieren esas empleadas y esos empleados subvaluados, terminan siendo usados por las mafias siempre presentes en los barrios donde, desde hace años, está ausente el trabajo en blanco y estable.
Los relatos de estas trabajadoras y trabajadores son duros, profundos e indignantes.
Cuesta creer que no haya inversión genuina y transparente para que las pibas y los pibes no terminen siendo usados por los circuitos de la economía delictiva que florece en las principales provincias argentinas.
Alguna vez los gobiernos entenderán que recortar presupuestos en niñez es invertir, en definitiva, en violencias urbanas.
Mientras tanto, casi como si fueran flores en el fango, la ternura parece refugiarse en las mamaderas que manchan pañuelitos de papel en la bolsa de una nena que, a pesar de los pesares, sonríe de manera increíble.
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Porque necesitamos nunca naturalicemos que los niños no tienen futuro.